El espectro en la temporalidad de lo mesiánico:
Derrida y Jameson a propósito de la firma Marx

                                                                                                                                                     Idelber Avelar
 

 
Publicado en Espectros y pensamiento utópico.  Vol. 2 de La invención y la herencia.  Jacques Derrida et al.  Santiago: ARCIS-LOM,    1995.  22-32.
'La verdad no ha de escapársenos’, dice uno de los epigramas de Keller. Esto define el concepto de verdad con el que rompen estas presentaciones.”

(Walter Benjamin, Passagen-Werk, Fragmento N)

 
            Espectros de Marx: déjese leer, en el título del trabajo reciente de Derrida , toda la duplicidad del genitivo: genitivo objetivo, espectros de Marx, producidos, invocados, y, a menudo, conjurados por el mismo Marx -- fantasmas de la religión en Stirner y Bauer (religión como origen de la inversión del mundo), fantasmas del dinero en Proudhon (dinero como origen de la distribución desigual de la riqueza), fantasmas del estado en Bakunin (estado como origen de la dominación), fantasmas del ‘precio del trabajo’ en Smith y Ricardo. Figuras deconstruidas por Marx como espectros (Gespensten), alucinaciones, productos de la ceguera del idealismo, del anarquismo, del socialismo utópico y de la economía política, que insistían en localizar el origen allí donde no se diseñaba más que un efecto. Así, tiene razón Derrida cuando defiende que "la deconstrucción nunca ha tenido ningún sentido o interés, a mi modo de ver, por lo menos, excepto como una radicalización, es decir también en la tradición de un cierto marxismo, en un cierto espíritu del marxismo" (92). Aun cuando el mismo Marx creyó poder diferenciar tranquilamente entre espíritu (Geist) y espectro (Gespenst), espíritu verdadero de la revolución y sus fantasmas, realidad histórica e ilusión metafísica, la crítica marxiana señala siempre una operación escritural anterior, una traza incapturable por el sentido -- por la historia, es decir por el valor de cambio --, por cuanto dicha traza inscribe las condiciones de posibilidad de todo sentido y de toda historia. Lógica suplementaria que se presenta, en Marx, bajo la resonancia enigmática de una figura: la división del trabajo.
             Tentación, entonces -- pero no cedamos a ella sin ciertas precauciones -- de traducir: el olvido del ser, el olvido de la pregunta por el ser, el olvido (constitutivo de la metafísica) de la diferencia entre ser y ente, no sería sino el borramiento originario de la división del trabajo, división que se instala ya de manera indisociable de su propio borramiento. Se habría inaugurado ahí el trabajo en el sentido metafísico -- el único que conocemos: trabajo como olvido del trabajo (su división), trabajo del olvido y del duelo que, como se sabe desde Freud y Derrida, nunca ha sido un trabajo entre otros, sino la estructura fundamental, irreductible, del trabajo en cuanto tal. Todo trabajo es trabajo del duelo: duelo por nada menos que el borramiento originario de la división del trabajo. A partir de ahí la historia del presente sería inseparable de la historia de la catástrofe, la historia en tanto catástrofe (Benjamin dixit), catástrofe fundante de la historia en cuanto tal, historia que no puede sino desplegarse como olvido de la catástrofe que la funda. Por ello el pensamiento de Marx siempre ha sido antiapocalíptico -- lo ha visto bien Derrida: la catástrofe ya ha ocurrido, la catástrofe no es sino el olvido cotidiano de la catástrofe fundante. ¿Vínculo constitutivo, entonces, entre historia y olvido (y, por ende, entre trabajo y olvido)? No nos apresuremos. En estos términos, sin duda, la pregunta se halla mal puesta. Retomémosla a partir de la segunda posibilidad del titulo de Derrida, el genitivo subjetivo.
             Espectros de Marx, Marx que regresa como espectro (pregunta derridiana: ¿pero el regresar en cuanto tal, ya no sería sino una función de la estructura de la espectralidad? es decir, ¿hay algún regresar que no sea espectral?). Este segundo genitivo delimita el campo de la actual conjuración massmediático-neoliberal de Marx y del marxismo: conjuración donde el constativo aparente en "Marx ha muerto" presupone un performativo cuya euforia no logra silenciar lo siniestro que se anuncia en su fórmula; performativo que no se reconoce como tal, oculta su pragmática y pasa por constativo: "certifica la muerte, pero aquí con el objetivo de infringirla. Esta es una táctica conocida. La forma constativa tiende a reasegurar" (48). La operación conjuradora se instala en el momento en que se pretende mascarar que la proclamación del presunto fait accompli no es sino la enunciación de un deseo: al anunciar la muerte, la voz conjuradora no intenta sino infringirla. El constativo, la faz naif, pero siniestra, del performativo, articula lo que Freud llamó "fase triunfante del trabajo del duelo" -- un duelo que compensa imaginariamente su ignorancia de si mismo bajo una retórica ruidosa, arrogante, festiva; conjuración "secretamente preocupada y manifestamente preocupante" (56). Develar el performativo bajo la supuesta neutralidad del constativo, no es sino el primer momento de la deconstrucción de un cierto discurso del apocalipsis, del "fin de", que acaba de recibir su versión más conservadora en el Fukuyama del fin de la historia: victoria definitiva del capital (¿pero qué quiere decir aquí victoria?), instalación del mercado como realidad infisurada, idéntica a si misma. El discurso apocalíptico sería el que cree haber conjurado todos los espectros, para anunciar el fin como pura presencia, consumación de la historia, parodia grotesca, en fin, de "un cierto Kojève que merecía mejor suerte" (56).
             A partir de la crítica de lo apocalíptico, regresa la necesidad de afirmación de una experiencia que responde por el adjetivo "mesiánico", experiencia diametralmente opuesta, que se nutre de la indecidibilidad espectral para "poner el presente en condición crítica" (Passagen-Werk, Fragmento N). "¿De dónde viene el espectro, del pasado o del futuro?", es la pregunta que enmarca, en Derrida, el vértigo de pensar lo mesiánico a partir del presente out of joint hamletiano, o aun del aus den Fugen heideggeriano, es decir desde la discordia y desacuerdo del presente consigo mismo, condición estructural de toda justicia: "lo mesiánico, incluidas sus formas revolucionarias (y lo mesiánico es siempre revolucionario, tiene que serlo), sería urgencia, inminencia, pero, paradoja irreductible, una espera sin horizonte de expectativas" (168). Nótese las conocidas raíces retóricas de la deconstrucción en el judaismo, ya repensadas desde la espera benjaminiana por un Mesías que puede entrar por cualquier puerta. Es precisamente la ignorancia sobre el objeto de la espera, la imposibilidad de domesticar la espera en un telos, lo que mantiene cada tiempo histórico sobrecargado de la energía del ahora, e impide el congelamiento en el tiempo homogéneo y vacío del historicismo. Lo mesiánico moviliza toda la cadena múśltiple de la urgencia, la promesa abierta, la inminencia; forma que, por tanto, jamás se reduce a ningśún mesianismo, en todo lo que el sustantivo implica en términos de movimientos, identidades, certezas garantizadas por la creencia de que uno sabe lo que espera. Hay que distinguir radicalmente, entonces, insiste Derrida, entre la forma adjetivada y el sustantivo, un poco como se distingue entre una experiencia y una formación identitaria, partido o grupo. Lo mesiánico afirma el futuro como morada de lo imposible (irrepresentable, monstruoso) -- experiencia de comunión en la anonimidad que recibe, en Espectros de Marx, el título de "Nueva Internacional."  En cuanto al resurgimiento de la necesidad de una experiencia de lo mesiánico, Jameson lo ha atinadamente asociado a los períodos históricos de fuerte reacción, períodos termidorianos -- Segundo Imperio, los ochenta y noventa de este siglo, etc.  Estrecha relación, por ende, entre las experiencias de lo mesiánico y de la derrota, entendiéndose "derrota" aquí desde una tradición que incluye a Benjamin, Blanchot y Piglia. Para el marxismo, lo mesiánico activaría la posibilidad de supervivencia y reciclaje de la utopía en períodos de reacción; aceptación de los riesgos de pensar desde la derrota, un pensar en destitución. Pensamiento que defiende su derrota como el único lugar desde donde es posible pensar.
             El espectro de Benjamin recorre la reflexión acerca del duelo en Espectros de Marx -- Derrida jamás lo conjura, deja la escritura recibir su impacto. Para la deconstrucción, reinvindicar la noción de duelo equivale a interrogar una cierta sensatez socrática que se instaura al desterrar el luto de la república como signo de inmoderación, al límite, de locura. Junto a la notoria condena a la mímesis poética como doblemente removida, se conjuraría el duelo como explosión/implosión incontrolable que potencialmente rompería las estructuras del buen sentido de la polis. La historia y la sobrevida de la crítica socrática de la poesía serían indisociables de una reglamentación del duelo como agitación magnificadora, exagerada. Dicha reglamentación sería coextensiva, por cierto, con la metafísica, en su sentido derridiano; la misma metafísica que, desde luego, no se hubiera podido constituir sin la diferencia constitutiva de un duelo originario y tachado, originariamente tachado, origen como tacha, es decir, como imposibilidad de cualquier origen. Sin una reflexión previa acerca de la indeconstructibilidad de este duelo, ninguna herencia -- especialmente la marxista -- es pensable: "la herencia nunca es dada, es siempre una tarea. Permanece ante nosotros, tan incuestionablemente como el hecho de que somos herederos del marxismo, aun antes de querer o rehusar ser, y, como todos los herederos, estamos en duelo" (54). La herencia es siempre, se deduce, también una cuestion de posibilidad de enunciación: ¿quién podrá decir “"soy" o "no soy" marxista? ¿qué será este enunciado a partir de ahora?, se pregunta Derrida (104). Necesidad del marxismo, claro, de recomponerse de derrotas, y reactivar el duelo como categoría histórica. La recuperación de la vitalidad teórica pasaría ahí por repensar la tradición marxista desde el punto de vista de su organización retórica, partiendo por Marx y su fascinación con espectros, fantasmas, repeticiones, restituciones: todo el campo de lo que regresa. La lectura deconstructiva se instalaría en el momento en que se demuestra la indecidibilidad del espectro al interior de oposiciones como sensible / inteligible o esencia / apariencia. El estatuto temporal y el vector histórico del espectro serían igualmente indecidibles: espectralidad en su sentido riguroso presupone vacilación permanente entre lo que regresa, lo que restituye un cierto pasado, y lo que anuncia un futuro: "Antes de saber si se puede diferenciar entre un espectro del pasado y un espectro del futuro, entre el pasado presente y el futuro presente, se debería preguntar quizás si el efecto de espectralidad no consiste exactamente en deshacer esta oposición" (40). La figura de Benjamin señalaría un concepto de acción histórica activada mucho más decisivamente por el recuerdo de los ancestrales esclavizados que por la imagen de los nietos liberados. Acción histórica en fundamental relación, por tanto, con el trabajo del duelo. A partir de ahí, ninguna noción de restitución sería elaborable sin una teorización del trabajo del duelo.
             Astucia de la lectura que hace Jameson de Derrida, cuando señala que la presencia de Benjamin desplazaría -- habría que discutir el estatuto de tal desplazamiento -- la figura de Heidegger en la narrativa derridiana. Especialmente en todo lo que vincula la analítica del Dasein a la noción de autenticidad y a una reflexión sobre una cierta primacía del ser-para-la-muerte. Es de señalar, entonces, que la apertura de Derrida hacia lo mesiánico en Benjamin es contemporánea y dialoga con una operación deconstructiva ejercida sobre Heidegger. Si en Heidegger la autenticidad puede ser repensada desde el ser-para-la-muerte, en Derrida pareciera diseñarse un movimiento en el cual el duelo por el otro -- lo indecidible de la operación introyectora y extroyectora -- se afirma como fundante respecto a cualquier ser-para-la-muerte que uno pueda formalizar. El concepto en Heidegger se vincula estrechamente con la cadena semántica del suelo y de la tierra, por un lado, y de la decisión y resolutibilidad (Entschlossenheit), por otro. Es decir, habría que repensar cuáles serían todos los protocolos de lectura en este caso. Más allá de eso, sin embargo, es cierto que se instaura en Derrida, a través de la apelación a la urgencia benjaminiana, algo que pone en crisis la retórica del ser. Derrida se desplaza al punto de justificar la pertinente pregunta de Jameson: ¿y si el mismo desocultamiento del ser no hubiera sido posibilitado por un momento aún parcial, incompleto, moderno, de la operación del capital? ¿Algún desocultamiento pensable después de la colonización (extensivamente) completa, de la naturaleza y del inconciente, o sea, del planeta, por el capital? Modernidad/ postmodernidad: ¿del desobliviamento del ser al duelo por el ser?
             Se desplaza también, sin duda, Jameson, o se deja muy conscientemente desplazar, por Benjamin, al poner entre paréntesis, no a Heidegger, claro, quien nunca ha sido muy central en la narrativa jamesoniana, sino al marxismo triunfante de otro contemporáneo de Benjamin: Lukács, de quien absorbe Jameson, en cierto momento, el punto de partida y el marco de su teoría estética. Intraducibilidad, incompatibilidad, por cierto, entre Benjamin y Lukács: la mayor de ellas, quizás, expresada en el hecho de que para Lukács el fracaso, el duelo o la experiencia jamás podrían ser categorías históricas relevantes. Para él, claro, esos eran contenidos dados, y lo que habría que discutir es el cómo de su representación. En Benjamin, otra posición, muy distinta: previamente a la representación de la experiencia, hay ya una batalla, dice Benjamin, para definir qué se entiende por experiencia y ésa es la batalla en la que hay que intervenir. O sea, Lukács da por perdida la lucha teórica sobre las formalizaciones de los procesos de representación y, obviá‡ndola, pasa a discutir qué es lo que hay que representar; discusión que, desde luego, a Benjamin le interesa menos.
             Valdría la pena apostar a un debate donde se repensaran tanto la sospecha marxista de una deconstrucción que suscribiera un relativismo total de valores e hiciera de la necesaria toma de posición política algo imposible, como la lectura deconstructiva del concepto de clase como ontología identitaria. Sobre ésta, habría que interrogar tanto la reflexión marxista más oficial acerca de "la primacía de la noción de clase", como los menúes pluralistas de los postmarxismos. Contra la yuxtaposición tranquila de conceptos de distintos órdenes (clase, raza, género, orientación sexual, etnia), que termina por doxificar, desde el liberalismo, la filosofía de las multiplicidades, me quedo con la insistencia jamesoniana, no en una primacía, sino en una singularidad irreductible de la noción de clase: a diferencia de todos los otros, se trata de un concepto que sólo tiene (ha tenido) sentido, epistemológica e históricamente, desde el horizonte de su propia abolición. Que dicha abolición nunca se haya concretado, dice no sólo de lo indecible de la abolición de la lucha de clases en el marxismo, sino que también señala el campo de la noción de justicia, elaborada por Derrida en sus vínculos con la dike leída por Heidegger en Anaximandro: justicia más allá del derecho y de la ley, justicia que se anuncia como don más allá de toda restitución, pago, cálculo o expiación; que se anuncia, por tanto, en un futuro otro que el futuro de la metafísica, o sea el futuro presente. Out of joint en Hamlet, aus den Fugen en el Dicho de Anaximandro; si Heidegger nos llama la atención para la reducción antropomórfica del concepto de justicia a un sistema de restituciones y deudas, Derrida insiste en la pregunta: ¿no sería la misma disyunción y discordia del presente consigo mismo, la condición fundamental de toda justicia? El próximo paso afirmativo en esta operación deconstructora, desde Marx, sería, sin duda, la instalación del horizonte utópico de la abolición de las clases al interior de este renovado concepto de justicia. Presente out of joint, presente en el que la verdad sí puede huir (como insistía Benjamin contra Keller), es decir, en términos marxianos, presente histórico o de clases, entiendiéndose la lucha de clases como fundamento y posibilidad misma de la historia. En este presente, desde luego, no hay justicia posible, sólo sistemas de restituciones; la inevitabilidad del pensar desde la noción de clase apuntando, entonces, para la imposibilidad del pensar la justicia. Por eso puede Derrida postular que el horizonte de esa justicia sería indeconstructible, puesto que no tiene lugar en el lenguaje, es decir, no tiene lugar sin más, sólo anuncia un puro atopos.
                 Ninguna topografía fácilmente asignable para el materialismo tampoco: Jameson recuerda que el materialismo ya no se puede constituir en un sistema de afirmaciones y postulados sustitutivos, sino sólo en una permanente "guerrilla anti-idealista." Asumir entonces, radicalmente, la imposibilidad de algo que se asemeje a un concepto materialista, o más problemático aún, a una conciencia materialista: el materialismo no sería hoy afirmable en ningúśn sistema de idealidades conceptuales. El materialismo trata de identificar la metafísica, en su sentido derridiano, con lo que, al interior del marxismo, siempre se ha definido como "idealismo." Para la deconstrucción no se supone, claro, coincidencia entre los dos términos, en la medida en que la metafísica incluiría y sería determinante también de todos los empirismos, inmanentismos y materialismos, de David Hume a Deleuze. Para el marxismo, empero, lo que se deconstruye en tanto metafísica u ontología no sería sino el idealismo en cuanto tal, aunque manifiesto por las entrelíneas de un tratado materialista. En el último libro, Derrida pareciera aceptar, por lo menos parcialmente, esta hipótesis marxista. Con la precaución de que nunca se propondría  la cuestión de un "materialismo" como método superior o "alternativo", así como Marx jamás hizo de la sociedad comunista futura el objeto de sus textos. En Marx, desde luego, la catástrofe ya ocurrió y la revolución es siempre inminencia, nunca punto final de un telos tranquilo. Irrelevante sería entonces describir una sociedad comunista futura, Marx nunca lo hace. Lo futuro sería para el marxismo invención futura, libro futuro. Lugar análogo al que ocupa la noción de justicia en Derrida, en todo lo que conlleva de irreductible al derecho, a la ley, y a cualquier sistema de restitución: justicia como texto, no futuro presente, sino promesa abierta y "débil fuerza mesiánica."  Lo que tendría sentido ahora sería entonces la crítica inmanente de lo que hay, de tal forma que la posición más vigilantemente deconstructora sería, tendencialmente, también el materialismo en su límite. Por lo menos, nos dice el marxismo, hasta que se puedan armar otros espectros de otras conspiraciones futuras.