ALEGORÍAS DE LO APÓCRIFO:
RICARDO PIGLIA, DUELO Y TRADUCCIÓN
        Idelber Avelar
       Tulane University
      Si el enemigo vence, también
      los muertos estarán en peligro.
       (Walter Benjamin)


 I
                 Si la crítica literaria es la culminación contemporánea del género autobiográfico, inaugurado por Rousseau con las Confessions -- en el sentido cabal de que hacer crítica es siempre escribir la historia de una colección de libros, siendo el graphós del sujeto que escribe nada más que el biós de lo que ha leído --, la obra de Ricardo Piglia representaría entonces la resistencia máxima, la impermeabilidad absoluta a toda autobiografía. No por la razón trivial de que en su texto el yo escribiente se hallaría “menos implicado” (como si la autobiografía consistiera en la exposición transparente de un ego), sino más bien porque Piglia escribe el texto-biblioteca, texto sin afuera, inenarrable más allá de sí mismo. ¿Dónde ubicar al sujeto que, en posesión de un relato más, supuestamente contaría la historia de la vida / lectura? ¿Si este mismo sujeto ya se encuentra citado, previsto en su totalidad por uno de los textos? La antigua paradoja del conjunto contenido en uno de sus elementos regresa, no como farsa, sino como pesadilla: si en nuestro pensar crítico, no hemos estado escribiendo nada sino autobiografías fantasmales, la llegada de textos como Respiración artificial y La ciudad ausente nos condena al orden del metafantasma: disertar infinita, neuróticamente, acerca de la imposibilidad de narrarnos; así como de la imposibilidad de no narrar esta imposibilidad.

               De la noción de texto total se deriva una de las utopías fundamentales de la modernidad, yo diría la utopía por excelencia, en la medida en que el concepto mismo de utopía presupone la delimitación de un espacio sin afuera. El Libro de Mallarmé, Le livre à venir de Blanchot, los sueños de Borges,  son todos imágenes de un texto que contendría todos los relatos posibles y todas las combinaciones que uno pueda generar a partir de ellos. En Piglia dicha utopía se encuentra a la vez reinscrita e interrogada. Es imposible pensar fuera de ella o sin ella. Pero hoy tampoco ya es posible rendirse a ella. Hay que resistir. La imagen utópica del texto total, de la ciudad ordenada,  regresa como inmenso archivo del Estado, catálogo paranoide cubriendo perfectamente el recorrido de cada sujeto, un poco como el mapa imaginado por Borges cubriría todo el territorio. Si en la exactitud de la representación, apropiada por el Estado, nuestro narrar se ha vuelto cita archival en la máquina burocrática, la única salida es inventar historias falsas y apócrifas. Barajar los relatos y los nombres propios hasta el agotamiento.

             De ahí la importancia de Kafka en la obra de Piglia. En Kafka la utopía del orden ya no puede ser vivida sino como pesadilla. El proceso, releído desde hoy, no es sino una condena de la memoria: el crimen más hediondo de K. es no acordarse de su crimen. El proceso se arma contra el olvido. La modernidad sería el momento en el que la memoria del sujeto no es más que una cita en la inmensa biblioteca del burócrata estatal: memoria que deviene impersonal, impura, sucia, hecha de citas. Una de las hipótesis subyacentes a los textos de Ricardo Piglia es la de que si la memoria moderna se ha vuelto catálogo de la máquina paranoide del Estado, quizás se pueda inventar una resistencia a partir del olvido. Si la novela moderna nace narrando la trayectoria de un lector y sus recuerdos (el Quijote no es sino un lector recordando textos), y si la misma posibilidad de cualquier porvenir reside en el relato de estos recuerdos, su culminación, su momento más radical de apogeo e implosión, se halla no en Proust, en cuya obra un yo todavía puede constituirse a partir de la singularidad de un recuerdo, sino en Kafka, donde la reescritura del pasado ya se encuentra enteramente trasladada hacia la esfera de la máquina paranoide.

 II
                Respiración artificial y La ciudad ausente, dictadura y postdictadura. Antes de empezar a interpretar las novelas en función de una presunta determinación externa respecto a lo que “se puede” o “no se puede” decir, reduciendo el texto a algo del orden del epifenómeno, miremos algunas líneas que se cruzan. La noción de máquina paranoide, alrededor de la cual gira La ciudad ausente, aparece en Respiración artificial, pero como parte de la historia secreta, la historia que no se narra (como veremos, Respiración artificial cuenta dos historias). Los índices de dicho relato asoman a la superfície en el desciframiento alucinado de cartas por Arocena, figura del censor que usa con familiaridad los más intrincados métodos de interpretación textual; la máquina ahí, en el momento de su constitución, se apropia de las historias personales, historias todavía firmadas, y las convierte en mapas, huellas, donde todos los nombres son falsos y las señas de identidad individuales no son sino piezas de un rompecabezas que, una vez montado, toma la forma de un gigantesco engranaje totalizante e impersonal.

                 El argumento de la novela es conocido: el profesor Maggi intenta reconstituir la historia de Enrique Ossorio, exiliado político de la época de Rosas, que escribe en Nueva York su autobiografía, mientras planea un “romance del porvenir”, una utopía en la cual el protagonista recibe cartas del futuro, de la Argentina de 1979, tratando de imaginar cómo será esa época. Ossorio escribe sobre el futuro porque no quiere recordar el pasado. Simétricamente, el profesor Maggi, en la Argentina de 1979, monta el rompecabezas del pasado porque “la historia es el único lugar donde consigo aliviarme de esta pesadilla de la que trato de despertar”.  Se trata de un presente benjaminiano, que pesa sobre los vivos. El sobrino de Maggi, Emilio Renzi, quien recibe la primera carta del profesor, lo cual iniciará su colaboración en la historia, narra la enigmática trayectoria de su tío. La última cita tiene lugar en un bar, donde Renzi espera a Maggi para recibir papeles pertenecientes a Enrique Ossorio. La espera toma la forma de una larga conversación sobre historia y literatura entre Renzi y Tardewski, un exiliado polaco de la Segunda Guerra. Maggi no viene. Los papeles le llegan a Renzi vía Tardewski. La primera página trae una nota de Enrique Ossorio “al que encuentre mi cadáver”.

               Si, a partir de la lectura hegemónica de Respiración artificial, lo revelado y lo escondido se deben meramente a un presunto cuidado con la censura y la represión, nos obligaríamos a leer la larga segunda parte de la novela (la conversación entre Renzi y Tardewski sobre literatura, historia y sus trayectorias personales) como un velo que cubriría la historia real o despistaría la máquina censora del Estado, o que en el mejor de los casos ofrecería huellas hacia la comprensión de lo que verdaderamente importa, es decir, el “mensaje” sobre la Argentina de 1980 lanzado al desciframiento. Sin embargo, ¿y si la historia que funciona como velo, la historia que supuestamente encubre, no fuera nada menos que la historia misma que se quiere narrar? ¿Y si el secreto fuera simplemente otro relato, estructuralmente interior al relato narrado, más allá de una sencilla denuncia o toma de posición sobre la realidad argentina de 1980, que sólo estaría usando la literatura como máscara y que bajo otras condiciones políticas sería enunciable fuera del relato? Desde luego, explorar esta hipótesis significa exactamente lo contrario de negar el carácter explosivamente político de la novela; implica sí negar lo político en cuanto algo tranquilo, homogéneamente narrable en su verdad, de manera independiente del relato. Implica meternos de lleno en la cuestión de la narrabilidad de lo político.

             ¿Cuáles son las dos historias que narra Respiración artificial? Simplificaríamos el problema si dijéramos que son las historias de Enrique Ossorio en 1850 y la de Maggi, Renzi y Tardewski en 1979, las historias de la Argentina de Rosas y la Argentina de los militares. A partir de ahí sería simple encontrar un sistema de equivalencias entre Maggi y Ossorio, los dos textos que escriben, las dos muertes, las dos dictaduras, y quizás coronarlo todo con la conclusión de que “la Argentina no ha cambiado nada”. Éste no es, empero, el corte que propone el relato. El corte tiene lugar en otra parte. Lo que está en juego no es una relación de simbolización mutua entre pasado y presente, sino una alegorización -- de naturaleza muy particular, que trataré de definir -- de distintas posiciones estructurales respecto al narrar. En el interior de este marco permanecen, claro, las simetrías entre Maggi y Ossorio, pero adquieren un carácter mucho más problemático. Un profesor recopila y cita, en 1979, los textos de un exiliado del 1850. Un colaborador suyo trata de narrar esta trayectoria de lectura / escritura, y sólo puede hacerlo a partir del archivo de la literatura argentina y occidental de los siglos XIX y XX. Respiración artificial narra dos historias: la de Ossorio y Maggi - historia de un presente que trata de reconocerse en la derrota pasada - y la de Emilio Renzi y Tardewski - historia de un presente que trata de elaborar un repertorio narrativo con el cual se pueda narrar la ubicuidad de la derrota. La primera se detiene donde empieza la segunda. O mejor, la segunda trata de narrar el secreto de la primera. La primera prevé el dilema de la segunda; la primera, incluso, narra el dilema de la segunda. El secreto es, en cada uno de los relatos, una imposibilidad que apunta hacia la otra historia. Contrariamente a la hipótesis hegemónica de un relato-velo-para-despistar--censores, creo que cada una de las historias es inenarrable sin la otra: cada una de ellas enmarca el límite de lo que la otra puede narrar. Y Respiración artíficial no es sino una novela acerca de los límites del narrar. Es decir, lo no dicho no sería ahí una mera contingencia táctica, sino que estaría embutido en el relato como su centro organizador, su aleph, su condición de posibilidad.

             En ambos relatos, algo une la historia y la literatura; se trata de dos artes del desciframiento. Narrar y hacer política son dos métodos de adivinar o fabricar el futuro en el intento desesperado de no citar o repetir el pasado. La política argentina toma la forma de una inmensa novela policial donde lo que hay que hacer siempre es recorrer la escena del crimen, rastrear huellas, asignar una culpa. Es precisamente el juego de desciframientos lo que provoca la proliferación de relatos, pues el secreto de un relato sólo puede ser otro relato. Lo que narra Maggi es la historia de una novela epistolar utópica en la que el protagonista recibiría documentos escritos en el futuro, en la Argentina del 1979; novela concebida en el siglo XIX por un exiliado argentino en los Estados Unidos como una manera de descifrar la Historia. Pero la narración de Maggi deviene, a su vez, un desciframiento, al mismo tiempo literario y politico: construir el relato es una forma de evitar que se confirme la pesadilla de que el presente ya se encontraba citado en el pasado, forma, en fin, de imaginar una promesa de futuro que escape al eterno retorno de lo mismo. El objetivo no es solamente “entender ... algunas cosas que vienen pasando en estos tiempos y no lejos de aquí” (72) -- clara alusión a la pesadilla de 1980 en Argentina --, sino asegurarse de que hay un lugar desde donde se pueda narrar la historia argentina fuera de la autocita desesperada del mismo monólogo infinito de traiciones y sentencias. En otras palabras, se trata de apostar a la posibilidad de que las cartas del porvenir que recibe el protagonista de la novela de Ossorio puedan ser otra cosa que plagios de relatos apócrifos escritos en el siglo XIX.

             En este juego infinito de desciframientos, el de Emilio Renzi toma la forma de un dilema: ¿cómo narrar el presente? ¿cómo narrar la búsqueda de Marcelo Maggi? ¿cuál es el lenguaje que narra la relación de la Argentina con su(s) historia(s)? Ésta es la cuestión fundamental con la que se lidia en la segunda parte de la novela, la conversación de bar supuestamente “superflua” respecto al  argumento político del texto. La respuesta a dichas preguntas lleva a Renzi hacia, entre otros, Roberto Arlt y Kafka. Arlt es “el único escritor verdaderamente moderno que produjo la literatura argentina del siglo XX” (130) porque Arlt es el único que capta la narrativa paranoide del Estado, el único que logra entender la política como conspiración. En Los siete locos y Los lanzallamas, la utopía ya se ha vuelto paranoia totalitaria, organizada por una lógica inquebrantable, seductora, maquiavélica. Arlt anticipa la posmodernidad al señalar la faz dictatorial de la utopía moderna del orden, epitomizada en el discurso del Astrólogo, una barroca mezcla de bolchevismo, fascismo y mística tecnológica. Dentro de la tecnocracia industrialista sombría y apocalíptica del Astrólogo, “la mayoría vivirá mantenida escrupulosamente en la más absoluta ignorancia, circundada de milagros apócrifos”.  El lenguaje que quiera narrar la historia argentina tendrá que entrar en la pesadilla, ensuciarse con la infinitud de complots paranoides encarnados en el mismo Estado, mimetizarlos, parodiarlos. El descubrimiento de Renzi en Respiración artificial es que para relatar la desaparición de Maggi, hay que escribir mal, en el sentido (moral) que tiene la expresión en Arlt. Escribir como quien comete un crimen. El mal es una tarea, decía un enigmático personaje de un novelista ruso. A los desciframientos del Estado, oponer la reprodución -- el espejamiento perverso -- de sus propios relatos detectivescos. Es decir, lo que luego vendría a hacer Piglia en La ciudad ausente. La Historia argentina no es sino el intento desesperado de Roberto Arlt de transcribir el monólogo del sargento Cabral, disparando una serie de traiciones, citas, copias, narradas a su vez por Ricardo Piglia.

             Todo ello justifica también la opción de Renzi por Kafka, en lugar de Joyce. Pues si el poema que escribe Marconi,

 
Soy
el equilibrista que
en el aire camina
descalzo
sobre un alambre
de púas


Tardewski decide titularlo “Kafka”, lo que está en juego no es simplemente elegir entre dos vertientes de la novela moderna -- Joyce, que escribe para salir de la pesadilla del presente, versus Kafka, que escribe para entrar en ella --, sino también enmarcar el espacio dentro del cual el mismo discurso de Respiración artificial se vuelve enunciable. Narrar la Argentina de 1980 es equilibrarse descalzo sobre un alambre de púas. Kafka y Roberto Arlt son la contrapartida de la pregunta de Renzi: ¿cómo narrar los hechos reales? Dicha pregunta no se puede contestar con un giro hacia la interioridad del sujeto; hay que hundirse en el archivo de lo ya dicho, robar historias ya contadas. “Cómo narrar el presente” no es una cuestión del orden de la sinceridad, o aún de la exactitud, sino de la estrategia.

                 A partir de este marco, ¿cómo no ver en la larga digresión acerca de Hitler, Heidegger y Descartes (de Hitler como coronamiento de la razón filosófica), la misma genealogía de Arocena, el descifrador de cartas del Estado? ¿cómo no ver, en el diseño maquiavélico y diabólico de la razón, la genealogía de nada menos que el Estado argentino? Sabemos que la conexión fáustica entre la racionalidad y lo demoníaco es un viejo tema de Roberto Arlt -- -en Los lanzallamas, el Astrólogo, figura de la razón profética y totalitaria, dice que “el ajedrez es el juego maquiavélico por excelencia” (243). ¿Sería concidencia que el ajedrez sea presencia constante en Respiración artificial, pasatiempo favorito de Tardewski, mediador de su encuentro con Joyce, e imagen fantasmal en toda la conversación acerca de la racionalidad filosófica? De todas maneras, si según Tardewski lo que escribió Descartes fue una novela policial, -- “cómo puede el investigador sin moverse de su asiento frente a la chimenea, sin salir de su cuarto, usando sólo su razón, desechar todas las falsas pistas, destruir una por una todas las dudas hasta conseguir descubrir por fin al criminal” (189) -- ¿cuál puede ser la realización contemporánea de este relato detectivesco sino las maquinaciones del Estado? El Estado es el cogito omnipotente. Igual que la búsqueda de Renzi de un lenguaje para narrar al profesor Maggi lo había llevado a Kafka y Roberto Arlt, la indagación acerca del alambre de púas encima del cual se equilibran él y su tío, desemboca en el nacimiento de la racionalidad moderna y en el modelo del relato policial. No por azar, la emergencia de la novela de detective es contemporánea al surgimiento de los Estados nacionales. Ambos se unen en la trinchera desde donde se hace fuego contra el gran enemigo: la duda.

             El relato de Renzi y Tardewski, del que forma una parte importante la digresión sobre historia y literatura, es por lo tanto una investigación acerca de cuál lenguaje puede narrar la historia del profesor Maggi y de Enrique Ossorio. Plantear la relación entre los dos relatos como alegórica ayuda a entenderlos, en la medida en que el concepto de alegoría subraya tres hechos fundamentales: 1 ) la primacía de la ruina y del fragmento, o del fragmento en cuanto ruina; 2) las conexiones entre narrativa y muerte; 3) la centralidad que adquieren la pérdida, el límite, la imposibilidad, figuras que en Respiración artificial se presentan bajo la resonancia enigmática de un único verbo: “callarse”.

            La alegoría no es un rostro, es una calavera.  En la imagen del rompecabezas que tratan de montar Maggi, Renzi y Piglia, ¿no podemos ver la figura de Marianne recomponiendo los trozos de la carta en la cual Herodes ordena su muerte? La alegoría invierte el mito de Scheherezade: se trata ahora de narrar para morir, no porque se haya escogido la muerte, sino porque es imposible, no está dada la posibilidad de escoger no narrar. El “al que encuentre mi cadáver” que surge al final de la novela, se debe leerlo no sólo literalmente, refiriéndolo a la muerte de Enrique Ossorio, no sólo metafóricamente, en cuanto señalando la desaparición de Maggi, sino también y más fundamentalmente al narrador del conjunto del relato, a Renzi / Piglia. La novela podría tener como subtítulo “Prolegómenos a mi muerte”. El texto cumple para Renzi / Piglia el papel que tienen, para Ossorio, las carpetas que contienen las notas para el relato utópico no escrito, o para Maggi, las anotaciones que preparan el libro, para siempre inédito, sobre Ossorio. Respiración artificial es el prólogo al texto jamás escrito. La verdadera história no se ha narrado. ¿Sería entonces el sujeto que “sabrá ocuparse de lo que quede de mí” (213), cierre de la novela, la imagen furtiva del lector, interpelado, invitado a contar la historia que Renzi / Piglia han silenciado?

             En la alegoría, son inseparables la centralidad del fragmento y de la ruina, por un lado, y de la muerte, por otro. Es decir, la Argentina del 1980 no se puede simbolizar, no se puede representar como totalidad coherente y lisa. De ahí la inevitabilidad de una relación alegórica, fragmentaria, con el objeto a agarrar. Pero este fragmento sólo existe como ruina, como índice de la muerte. “La alegorización de la physis”, nos dice Benjamin, “sólo puede llevarse a cabo con todo vigor en el cadáver. Los personajes del drama barroco [Trauerspiels] mueren porque únicamente así, como cadáveres, pueden acceder a la morada de lo alegórico”.  Quizás no se trataría entonces, como piensa el Senador Luciano Ossorio, de adivinar la verdad “a pesar de los muertos que boyan en las aguas de la historia” (62), sino por causa de ellos, a través de ellos, en ellos, y ése sería el sentido del aprendizaje de Renzi. El murmullo incesante de los muertos es la verdad de la historia. Lo que he tratado de demostrar es que no es ello de ninguna forma independiente, o gratuito, respecto a la estructura fragmentaria de la novela. Pues este murmullo, sólo se puede narrarlo con el lenguaje del fragmento, de la ruina.

             El tercer eje que he propuesto para pensar el carácter alegórico de Respiración artificial se vincula con las nociones de límite y de imposibilidad. Si uno se fija en la segunda parte de la novela, percibirá una insistencia en el tema del fracaso. “Se puede decir de mí”, dice Tardewski, “que soy un fracasado. Y sin embargo cuando pienso en mi juventud estoy seguro de que eso era lo que yo en realidad buscaba” (151). Tardewski tiene el despojamiento de los que han conseguido fracasar lo suficiente, de los que han verdaderamente desperdiciado sus vidas, derrochado sus condiciones; de los que escriben sabiéndose la lección de los vencidos: que las cosas siempre pueden empeorar. Tardewski se relaciona kafkianamente con el lenguaje: confrontase con su relato de modo urgente y desesperado, arrancando de él, como de un objeto inerte, una dimensión profético-alegórica. Cuando se establece la conexión Descartes-Hitler (es decir, la genealogía del totalitarismo en la razón, Hitler como culminación de la filosofía occidental), las opciones de un joven filósofo quedan claras: el fracaso o la complicidad. Para aquél que prefiere “ser un fracasado a ser un cómplice” (191), la elección de Kafka en lugar de Joyce se vuelve obvia. Joyce, el habilidoso, el que supera todos los obstáculos. Kafka, aquél a quien todos los obstáculos superan. También aquí, la discusión sobre la tradición literaria occidental se ubica en el corazón mismo del problema de Renzi y del relato en su totalidad. Si, como he dicho arriba, Respiración artificial no narra la historia que importa, si el conjunto de la novela no es sino un prólogo al verdadero relato, es porque Piglia fracasa. Sabe fracasar. Teje, en los meandros laberínticos del edificio narrativo en ruinas, la imagen espectacular de este fracaso. Narrar el fracaso, narrar la imposibilidad de escribir, narrar la imposibilidad de contar lo que le ha pasado al profesor Maggi, he ahí la tarea de Respiración artificial.

             Por eso he propuesto que la relación entre las dos historias es una relación alegórica: porque se trata, en el fondo, de una relación basada en la imposibilidad de narrar. El objeto de la alegoría sólo se presenta al conocimiento, por definición, como objeto perdido, objeto en retirada. La novela trata entonces de pensarse como relato imposible, de tal forma que la totalidad de Respiración artificial no es sino una alegoría al cuadrado: lo alegorizado no es, de ninguna forma, el objeto que no se narra (no se trata de una alegoría de la Argentina de 1980, ésta es todavía una lectura muy superficial). Lo que está en juego es la alegoría de la imposibilidad de narrar este objeto. Es decir, la representación alegórica de la relación (también alegórica) que el lenguaje tendría con su objeto. Una alegoría de la alegoría, por tanto, ya que ésta no es sino la relación con lo perdido, la representación del objeto en cuanto objeto perdido. Como siempre en Piglia, el secreto no contado no es un enigma a descifrar, un “mensaje del texto”, o una sustancia que se escondería bajo las palabras: lo oculto no es nada sino la historia que no se cuenta.

 III
                La ciudad ausente maneja los residuos de lo que no había narrado Respiración artificial. Quizás, en la historia del primer anarquista argentino,  dentro de uno de los pozos cavados en los campos al norte de Malagüeno, donde se amontonan cadáveres, trozos de cuerpos ya irreconocibles, calaveras, se encuentre una marca de algún personaje de la novela anterior. La historia de la nación surge como un inmenso relato secreto, subterráneo. “La ciudad ausente” es, en un sentido bastante literal, la ciudad llena de muertos. Ya no se trata tanto de narrar los hechos reales como de narrar las ruinas y restos de la historia, como quien lanza un desafío al porvenir, una invitación a un relato futuro. Si nos roban la máquina de historias macedoniana -- figura de la combinación contrahegemónica de relatos en la postdictadura, preservación narrativa de una memoria en duelo en tiempos dominados por el olvido -- también los muertos estarán en peligro.

             En la postdictadura, las narrativas provienen del duelo, o mejor, el imperativo inaplazable del proceso de duelo no es sino la necesidad de narrar.  No me parece una simplificación decir que lo que propone una novela tan compleja como La ciudad ausente se puede resumir en una afirmación aparentemente sencilla: hay que narrar. El duelo de Macedonio por la muerte de Elena, fuerza motriz generadora de relatos, instala aquí la figura furtiva del origen como pérdida. La máquina inventada por Macedonio, aparato de producir réplicas y recombinar historias, se debe pensar como una máquina de anular la muerte. Los relatos son la memoria de lo perdido:
 

                Porque la máquina es el recuerdo de Elena, es el relato que vuelve eterno como el río ... Meses y meses encerrado en el taller, reconstruyendo la voz de la memoria, los relatos del pasado, buscando restituir la forma frágil de un relato perdido. Ahora dicen que la han desactivado, pero yo sé que es imposible. Ella es eterna y será eterna y vive en el presente (163).
La máquina de Macedonio también metaforiza la posibilidad de crear nuevas historias, pero entendiéndose “crear” y “nuevas” en sus acepciones más antirrománticas posibles. Se manejan combinaciones, barajamiento de viejos relatos, plagios, narrativas apócrifas. Piglia despersonaliza el duelo, dessubjetiviza el afecto. La novela plantea un problema narrativo y filosófico fundamental: ¿cómo pensar un afecto irreductible a la instancia del sujeto? Las historias pasean por la ciudad y recomponen el paisaje; circulan, entran en guerra. Han partido del duelo de Macedonio, pero en lugar de hacerlas regresar a él, reforzarle el ego y así encontrar la pseudosalida romántica, Piglia desparrama el duelo como relato apócrifo. Soy Emil Russo y tengo una réplica, existen otras réplicas, el gaucho anarquista mirando el mapa del infierno conoce la suya y el chico que para siempre ha perdido la amada reinventa otra y Boas regresa de la isla de los muertos y cuenta la historia del superviviente. Apócrifo significa de todos. El duelo narra la ciudad.

                 Todos los cuentos intercalados en la novela dramatizan de alguna forma esa despersonalización, que podríamos quizás calificar de “conquista del anonimato”. La lógica de lo impersonal en el texto de Piglia funciona análogamente al argumento de Marx, de que si el capitalismo lo ha internacionalizado todo, pues, muy bien, el proletariado no puede ser menos internacionalista que la burguesía. Si la máquina paranoide del Estado inventa nombres falsos y nos hace mirar la Historia con los ojos de otro, multipliquemos entonces los ojos, los nombres, barajemos los orígenes personales, conquistemos la impersonalidad como arma. A Julia Gandini le matan el marido y la meten en una memoria ajena, rehabilitada, regenerada. En la postdictadura, el Estado, máquina de hacer creer, toma la forma de relato psicologizante, fábrica de historias personales confortadoras o recuperativas.

             La única salida es manufacturar el anonimato. En uno de los cuentos intercalados, una mujer abandona a su familia, viaja, alquila una pieza de hotel, va a un casino, gana una fortuna, vuelve al hotel y se suicida (50-1). El relato paradójico, adaptado de los apuntes de Chejov,  traduce el efecto de despersonalización de toda la novela. Al alquilar la pieza, se anota con el nombre de su madre, como si el nombre de la madre fuera el único nombre falso que no pudiera despertar sospechas, como si robarle el nombre a aquélla que te ha nombrado ya fuera la metáfora definitiva de lo que está en juego en la pérdida del nombre propio. ¿Cómo aprender a perder el nombre propio?, he ahí la pregunta central que se hacen los personajes de Piglia. No habría nada extraordinario, nada digno de ser narrado, en perder todo el dinero que tiene uno y luego suicidarse. El reverso de la medalla, en cambio, es la verdadera broma que se puede hacer con los papeles civiles y las marcas de identidad. Ganarse millones y cometer el suicidio, afirmando en la paradoja lo incapturable, lo irreductible a la lógica de la propiedad, en los dos sentidos, ontológico y económico, de la palabra: patrimonio y carácter. Contra el suicidio angustiado, existencialista, negativo, el suicidio afirmativo dostoievskiano; el suicidio como un sí al sí.

             De ahí la fascinación de Piglia por figuras demoníacas, encerradas en sus habitaciones, escribiendo o descifrando escrituras. En Respiración artificial, Enrique Ossorio alucina: yo soy Rosas, era Rosas, soy el clown de Rosas, soy todos los nombres de la historia. La privatización de la política puesta en escena por la escritura, sólo se puede vivirla como locura. Nadie fuera del loco puede verdaderamente perder el nombre propio, conquistar el anonimato a través de la identificación con todos los nombres posibles. La paradoja es que sólo se pierde el nombre propio conjugando verbos en la primera persona; Nietzsche, el único pensador que supo filosofar con el nombre propio, fue también el único que supo perderlo: “soy Dioniso; soy el Crucificado”. Ahí reside la marca, la pérdida del nombre propio por definición sólo posible desde la locura. Por el mismo motivo la novela moderna toma la forma de novela carcelaria. Sólo Flaubert, encerrado en su celda de trabajo, puede perder su nombre y decir: “Madame Bovary soy yo”. Frente a la transformación de nombres en números, llevada a cabo por el Estado carcelario, la conquista del anonimato que posibilita la literatura en cuanto forma privada de la utopía. Prisión, manicomio, literatura: tres instituciones rigurosamente contemporáneas entre sí.

             Y es la ciudad como inmensa celda y manicomio lo que capta la narrativa de Roberto Arlt, pieza fundamental en La ciudad ausente. Junior, al entrar en el Museo, ve “el vagón donde se había matado Erdosain” (49), el Raskolnikov arltiano de Los siete locos y Los lanzallamas. ¿Y quién puede ser el Ingeniero Richter, colaborador de Macedonio y jefe de la red clandestina de relatos sino la transposición irónica del Astrólogo de las mismas novelas? También el Ingeniero practica la política como falsificación, apropiación, robo. Se trata aquí de la figura del profeta que vive la tecnología como relato visionario: “toda ciencia será magia” (Arlt 180). En la imagen de una tecnología ya enteramente narrativizada, ya vuelta relato utópico / distópico (tensión fundamental en la figura del Astrólogo), la máquina de historias adquiere, a partir del diálogo con Arlt, su paradójica modernidad. Sólo dentro del universo que se representa en la modernidad perversa, paranoide, falsificadora e impersonal captada por las novelas de Arlt, pasa a tener sentido hablar de circulación de relatos como conspiración clandestina.

             De ahí que el relato inaugural de la máquina de Macedonio sea la historia del doble irreductible a la unidad, a la propiedad (en ambos sentidos) del nombre. “William Wilson”, el cuento de Poe que le sirve de paradigma, narra la incomodidad que le provoca al personaje principal la presencia del doble, del lado oscuro de su imaginario, hasta que, al asesinarlo, se mata a sí mismo. Recordemos las últimas palabras del doble asesinado en la narrativa de Poe: “tú has vencido, y yo me entrego. A partir de aquí tu también estás muerto -- muerto para el Mundo, para el Cielo y para la Esperanza! En mí tú existías --y en mi muerte, ve por esta imagen, que es la tuya propia, cuán completamente has asesinado a tí mismo”.  Reduplicado como Stephen Stevenson en la máquina de Macedonio, el doble moderno regresa como hijo de un desertor, bastardo, periférico, extranjero en todas las partes: “Stevensen había nacido en Oxford y todas las lenguas eran su lengua materna” (103). Inmigrante en Argentina, tiene la mirada ajena de los que no poseen patria. Personaje perfecto para trabajar en la invención de la máquina de réplicas con Macedonio Fernández, ese eterno despatriado que escribió en todas las lenguas y jergas como si ninguna fuera la suya.

             Como siempre en Piglia, de hecho, la narrativa revuelve alrededor de expatriados, figuras que pueden manejar sus historias personales como relatos apócrifos. Junior, hijo de ingleses, vivía en hoteles, “trataba de mirar todo con los ojos de un viajero del siglo XIX” (10), y se convierte en rastreador de las huellas de la máquina joyceana, impersonal (pero afectiva), de Macedonio. Russo, hijo de un inmigrante húngaro o checo que “cuando estaba borracho juraba que había nacido en Montevideo” (113), pasa por la locura, el anarquismo y deviene inventor clandestino de mundos, colaborador de Macedonio. La imagen definitiva de la extranjeridad es el húngaro Lazlo Malamüd, profesor de literatura, traductor premiado que “se sabía el Martín Fierro de memoria” (16) sin hablar español. El “idioma imaginario, lleno de erres guturales y interjecciones gauchescas”, en el que le hablaba a Renzi es la contrapartida de la traducción castellana del artículo de Tardewski, en Respiración artificial, publicado en un diario de Buenos Aires. Era todo lo que le había quedado: un texto suyo que no podía leer. Ésas son las experiencias que nos narra Piglia, las de una escritura desde siempre extranjera a sí misma (ya no hay exilio, sólo nomadismo; no se trata de estar lejos de la patria y sí de perderla). Escribir como quien inventa terceros mundos, madrigueras, en permanente táctica de guerrilla.  Escribir en desplazamiento, conquistar la extranjeridad. En un país donde la xenofobia y el culto de la pureza del idioma se han vuelto un arma política fundamental y construido una larga tradición literaria (Cané, Lugones), Piglia afirma la imposibilidad de pensarse la nación (lo mismo, lo propio) sin la alteridad que la sostiene. Lo que está en juego no es un argumento liberal, al estilo del “melting-pot” multiculturalista norteamericano (“seamos benevolentes y aceptemos al otro, hay espacio para todos”), sino más bien un desenmascaramiento de lo puro, lo propio, en cuanto ficción impropia, impura, extranjera por excelencia. El mismo purismo de derecha, estilo Lugones, que siempre ha florecido a la sombra del Estado, no se ha dado cuenta de que es precisamente el Estado que ha transformado a todos en extranjeros a sí mismos. Como en el Proceso, donde K. es forzado a lidiar con su pasado como si fuera de otro, o en La ciudad ausente, donde Julia Gandini es “metida en una memoria ajena, obligada a vivir como si fuera otra” (89-90).

 IV
 Y es la imagen de una lengua perennemente otra que ocupa el clímax de La ciudad ausente. El rastreo del legado de la máquina macedoniana lleva a Russo a “La isla”, espacio utópico “poblad[o] de ingleses y de irlandeses y de rusos y de gente que ha llegado de todas partes perseguidos por las autoridades, amenazados de muerte, exiliados políticos” (123). “La Isla” es la imagen fantasmática de una polis joyceana en que las lenguas no duran más que unos pocos días, y Finnegans Wake es el único libro que sobrevive en todos los idiomas, legible y transparente como un escritura sagrada. Las lenguas no son manejadas por un cogito onmipotente: se suceden como “un pájaro blanco que en el vuelo va cambiando de color”, dando la “falsa ilusión de unidad en el pasaje de los tonos” (125), ahogando a sus hablantes en la inmanencia de sus metamorfosis. Los isleños “hablan y comprenden instantáneamente la nueva lengua, pero olvidan la anterior” (126). Sufren de la ausencia de una conciencia trascendental que pueda evaluar los mareantes cambios lingüísticos que atraviesan. Toda experiencia se disuelve junto con la lengua en que fue confeccionada. Todo en la isla se define por el carácter inestable del lenguaje: cartas ya ilegibles alcanzan a sus destinatarios, hombres y mujeres que se amaban en un lengua apenas pueden disimular su mutua hostilidad en la siguiente. Este es un mundo regido por el vacío de la memoria, en el que “uno olvida siempre la lengua en que ha fijado los recuerdos” (124). Todas las obras maestras mueren tan pronto como desaparecen las lenguas en que han sido escritas. Ninguna vida en la isla permanece indemne al olvido: incluso cuando los trabajadores se reúnen en un bar irlandés para celebrar el fin de semana, tararean y silban la melodía de un vieja canción, incapaces de encontrar en su memoria la letra que acompaña a la música. “Sólo el silencio persiste, claro como el agua, siempre igual a sí mismo” (128).
 La lingüística es naturalmente la ciencia más avanzada de la isla, y su fundamento epistemológico lo provee la imposibilidad mítica de coexistencia entre abuelos y nietos, debido a la creencia de que los primeros se reencarnan en los segundos. La lingüística histórica es posibilitada por la creencia en esta singular reencarnación generacional, de acuerdo a la cual “la lengua ... acumula los residuos del pasado en cada generación y renueva el recuerdo de todas las lenguas muertas” (127). Se podría decir, entonces, que la reencarnación generacional es la forma encontrada por los isleños para reinventar la noción de tradición, perdida tan pronto como cayeron en el carrusel del olvido fomentado por el cambio lingüístico. Los nietos reciben la herencia como modo de “no... olvidar el sentido que esas palabras tuvieron en los días de los antepasados” (127). Los habitantes de la isla siguen los rituales y “esperan que llegue por fin la lengua de su madre” (128). En la esperanza del regreso a un balbuceo presemiótico, un lenguaje sin sustancia, hecho de mero sonido y materialidad, que resista al uso diario, los isleños anhelan los días anteriores al olvido, en que “las palabras se extendían con la serenidad de la llanura” (124). En esta isla utópica /distópica, todos los intentos de estabilizar el lenguaje han fracasado, ya que nadie puede diseñar un sistema semiótico que mantenga los mismos elementos con el mismo significado a través del tiempo. La consistencia de una proposición dura mientras sobrevivan los términos en que fue formulada. En la isla, por tanto, “ser rápido es una categoría de la verdad” (132). Fracasan los esfuerzos por componer un diccionario bilingüe que permitiría alguna comparación entre las lenguas: “la traducción es imposible, porque sólo el uso define el sentido y en la isla conocen siempre una lengua por vez” (130-1). La isla elimina la traducción porque disuelve el parentesco entre las lenguas que es la base de la traductibilidad.  Los que aún trabajan en el diccionario lo conciben como un libro de las mutaciones, “un diccionario etimológico que hace la historia del porvenir del lenguaje” (131).
 Todo el sentido espacial que tienen los habitantes de la isla está determinado por el lenguaje, de tal modo que la muy inestable categoría de “lo extranjero” se vuelve puramente lingüística: la única patria que tienen todos es “la lengua que todos hablaban en el momento de nacer, pero ninguno sabe cuándo volverá a estar ahí” (129). Todas las patrias, a cualquier momento dado, están perdidas, no porque uno se encuentre “en el exilio”, sino más bien porque la pérdida es la experiencia que define la relación del sujeto con ellas. Se trata de patrias lingüísticas, y en la isla el lenguaje es el hogar de la pérdida. El espacio se encuentra así totalmente temporalizado: “el concepto de frontera es temporal y sus límites se conjugan como los tiempos de un verbo” (129). Todo lo que sobrevive de las lenguas pasadas son unas cuantas palabras antiguas, “grabadas en las paredes de los edificios en ruinas” (130), como los “nudos blancos” recobrados por Elena para la máquina de contar historias: marcas originarias en los huesos que sobreviven como ruinas alegóricas orientadas hacia el futuro. “‘Lo que todavía no es define la arquitectura del mundo’, piensa el hombre y desciende a la playa que rodea la bahía. ‘Se ve ahí, en el borde del lenguaje, como la casa de la infancia en la memoria’” (130). La única memoria tangible de la polis, sin embargo, es la escritura, y un solo libro delimita toda la esfera del recuerdo: “En realidad el único libro que dura en esta lengua es el Finnegans, dijo Boas, porque está escrito en todos los idiomas. Reproduce las permutaciones del lenguaje en escala microscópica. Parece un modelo en miniatura del mundo” (139). En este reino insular dominado por lo efímero, sólo Finnegans Wake, un sistema que tiende a abrazar el caos, sobrevive a los cambios lingüísticos. Finnegans Wake es considerado “un texto mágico” (139) y es “leído en las iglesias” (139-40). Otros creen que es “un libro de ceremonias fúnebres y lo estudian como el texto que funda la religión en la isla” (139).
 Bob Mulligan es el único habitante de la isla que una vez supo dos idiomas al mismo tiempo. Él “hablaba como un místico y escribía frases desconocidas y decía que ésas eran las palabras del porvenir” (131). Los relatos de Mulligan no se pueden comprender en la isla, y a juzgar por los pocos documentos conservados en los archivos, pareciera estar hablando de un extraño mundo sólo legible en el futuro: “Oh New York city, sí, sí, la ciudad de Nueva York, la familia entera fue para allá ... las mujeres usaban un pañuelo de seda sobre la cara, igual que las damas beduinas, aunque todas tenían el pelo colorado. El abuelo del abuelo fue police-man en Brooklyn y una vez mató de un tiro a un rengo que estaba por degollar a la cajera de un supermarket”. (131). La referencia de Mulligan a la uniformización y la violencia urbana se presta a ser leída como anticipación, y su habla esquizofrénica, como una profecía que anuncia los escombros de lo que está por venir. Mulligan puede hablar del futuro porque a él le mueve sobre todo el luto: viudo un año después de su matrimonio -- cuando Belle Blue Boylan se ahoga en el río Liffey --, hace de su propia vida un jeroglífico ilegible para su presente, se convierte en vehículo de los ecos de lo que aún no es. Piglia lo presenta como un emblema de esa clase de profetas dotados del conocimiento que da el fracaso. Como Tardewski en Respiración artificial, Mulligan tiene la “rara lucidez que se adquiere cuando se ha conseguido fracasar lo suficiente”. Estas son figuras que saben escuchar, en el presente, los murmullos del futuro, así como Kafka supo como distinguir la pesadilla de lo que vendría en las palabras de Adolf Hitler, pronunciadas en su exilio de Praga en 1910, de acuerdo con la hipótesis de Respiración artificial. En La ciudad ausente la pequeña historia de Mulligan sobre Nueva York es una versión microscópica de una distopía futura que el lector puede, sin embargo, reconocer como su propio presente. En este pequeño núcleo de “La Isla”, por tanto, Piglia no escribe una distopía proyectada en el futuro y modelada a partir de la exacerbación del presente, a lo Orwell, sino que más bien relata el presente del lector, proyectado por el pasado como una pesadilla que tiene lugar en el futuro.
 De hecho, como el único bilingüe jamás conocido, Mulligan encarna al imposible traductor, en una isla donde toda traducción ha sido abolida. Más que los investigadores que trabajan en el diccionario futurista, Mulligan representa la posibilidad utópica de traducción que podría revolucionar la vida en la isla. Pero Mulligan es mudo, mudo para siempre, porque “nadie sabía lo que estaba diciendo y Mulligan escribió ese relato y otros relatos en esa lengua desconocida y después un día dijo que había dejado de oír” (131-2). El traductor mudo se vuelve hacia la escritura. Viviendo lejos de los demás, bebiendo silenciosamente un vaso de cerveza, Mulligan es el traductor que sabe demasiado para seguir intentando traducir; digamos, un traductor a priori en duelo por una tarea fracasada. Cuando su discurso y su mismo cuerpo se encriptan para sus contemporáneos, como una alegoría diabólica e incomprensible, Mulligan acoge la tarea del traductor como un verdadero Aufgabe - tarea que es siempre renuncia, renuncia que implica siempre un abrazo a la derrota, esa lección tan propia a los traductores. También aquí, donde el extrañamiento mutuo entre las lenguas ha sido llevado a su límite, la traducción encuentra su vocación metafísica de ser “sólo un modo algo provisorio de confrontarse con la extranjeridad de las lenguas”.  La condición del traductor es delimitada, entonces, por dos fenómenos simétricos y opuestos: por un lado, el status de Finnegans Wake como colapso de toda traducción -- colapso entendido como terminación, pero también cumplimiento, en todo caso el fin de una demanda -- y por otro la sucesión de las diferentes lenguas como los varios fragmentos de una vasija rota, soñando con una reine Sprache, una pura lengua en la que la vasija sería recompuesta. Tal edén se ha conocido en la isla, al menos mítica y retrospectivamente, como el tiempo en que “la lengua era un llano por el que se podía andar sin sorpresa” (134). El repertorio mítico incluye una reescritura de la Caída como entrada en el lenguaje - “el árbol del bien y del mal es el árbol del lenguaje. Recién cuando se comen la manzana empiezan a hablar” (134): imagen de la inauguración de la palabra humana, momento en que “el nombre ya no vive intacto”.  Adán y Eva empiezan a hablar y pierden el nombre, que era uno con la esencia de la cosa, resignándose así a la exterioridad y extranjeridad del signo. Lo que ha sido borrado de la isla, entonces, es el nombre, en todo lo que lo opone al signo burgués, meramente vehicular e instrumental. El imperativo de traducir surge como un intento de recapturar el eco del nombre, de la lengua pura enterrada bajo signos desgastados por el uso.
 Tal entrada en la palabra humana, caída, implica necesariamente la aceptación de la traducción como demanda e imposibilidad, es decir, aceptación de lo que se entrega a la traducción, el don de la traducción -- es decir, la multiplicidad y extranjeridad infinita de todas las lenguas --, así como la aceptación de la renuncia constitutiva que implica la traducción. Lo que separa a Mulligan de los otros habitantes de la isla es su conciencia de todo lo que la traducción le debe al fracaso -- ya que sus propios relatos son percibidos como monstruosidades dementes, un poco como las versiones hölderlinianas de Sófocles, profusas en metáforas excéntricas y visionarias, en discordia permanente, profunda con su presente.  Tal conciencia constituye precisamente el conocimiento que yace en la base de su silenciosa melancolía. En contrapunto a la muda naturaleza -- “porque es muda, la naturaleza pena en duelo”  --, Mulligan es conducido hacia el silencio por la profusión de lenguas, por su propio bilingüismo. Se sabe que el célebre vínculo establecido por Benjamin entre duelo y mudez (no sólo en relación a la naturaleza, sino también como distintivo del sujeto melancólico) juega un papel central tanto en su temprano ensayo sobre el lenguaje como en el estudio sobre el drama barroco. La isla de Piglia lo replantea como paradoja: puesto que está dotado de más de una lengua, se nos sugiere en “La Isla”, el traductor pena en duelo. Experimenta más que nadie la caída desde el nombre “al abismo de la mediación de toda comunicación, de la palabra como medio, de la palabra vacía, el abismo de la habladuría”.  El abismo de la habladuría sería coextensivo a la multiplicidad postbabélica de las lenguas, esa conciencia angustiada de la cual los isleños están exentos, por vivir y recordar sólo dentro de la inmanencia de cada lengua que hablan a cada momento dado. Mulligan, el traductor, no puede evitar esa angustia, y cae, desde su habla críptica y emblemática, a la identidad, a lo idéntico, a lo siempre-igual del silencio. Para él, entonces, la multiplicidad de las lenguas puede tomar una dimensión alegórica en el sentido estricto de la palabra, es decir, como representación tropológica de una pérdida, representación de un objeto que se ofrece al conocimiento como objeto perdido. Es desde el punto de vista del conocimiento excesivo de Mulligan que el multilingüismo viene a representar la pérdida del nombre: “sólo para el sapiente puede algo presentarse en tanto alegoría”.
 La intempestiva presencia de Mulligan en la isla del olvido introduce el motivo salvífico de la traducción como revivificación de la memoria. La caída en el multilingüismo en la isla joyceana es también una caída en el olvido, y en este sentido el tributo de Piglia a Joyce es altamente ambiguo. Puesto que han caído presa del olvido, los isleños viven la necesidad extrema de traducción, su falta apremiante. La traducción representa aquí, benjaminianamente, “uno de los modelos fundamentales de la relación histórica, semejante a la crítica, al coleccionismo y a la cita: rescate del ser en el instante de su abolición”.  Piglia lee a Joyce estrábicamente, mirando al mago de Finnegans pero manteniendo un ojo en Kafka. El monólogo de Mulligan recuerda, desde luego, el de un profeta kafkiano viviendo en un universo joyceano. Su habla es ilegible para su presente, pero alegórica para su futuro. El hablante de inglés de Irlanda replicaría al judío de Praga que escribe en alemán: ambos trabajan con esa relación literal y desmetaforizada con la lengua propia / ajena, vaciando sus símbolos de los significados convencionales que tenían previamente, llevando la lengua a un desierto de literalidad que evocaría, utópicamente, el eco del nombre. Como en Respiración artificial, la lectura de Joyce no puede dispensar la relación kafkiana, salvífica con el lenguaje. La “obra fragmentaria, incomparable de Franz Kafka” es la única que llevó a cabo esa “restitución suicida del silencio”. Kafka “se despertaba, todos los días, para entrar en esa pesadilla y trataba de escribir sobre ella” (RA 272). Kafka surge aquí como el que se preocupa demasiado del lenguaje, paga un precio demasiado caro por él y sabe que “hablar de lo indecible es poner en peligro la supervivencia del lenguaje como portador de la verdad del hombre” (272). Kafka es la imagen del profeta que ha aprendido cuándo permanecer callado. Hablando de lo indecible en 1980, Piglia había visto, a través de Kafka, que “el nombre de los que fueron arrastrados a morir como un perro, igual que Joseph K., es legión” (RA 269); escribiendo a principios de los noventa, ofrece en “La Isla” una alegoría del olvido para los tiempos postdictatoriales; espacio virtual en que el único traductor sobreviviente es un profeta kafkiano que lee en las aguas de la historia la desolación por venir, pero no puede comunicársela a su contemporáneos, pues intempestiva es su lengua, incomprensible en una isla donde el único documento transparente es Finnegans Wake. El profeta visionario finalmente se desepera del lenguaje, “enfatiza su fracaso”, como diría Benjamin sobre Kafka, y decide quemar sus relatos y caer en la mudez. El intento postdictatorial de traducción del recuerdo, entonces, alegoriza y apunta a dos abismos convergentes, representados por el babelismo y el silencio. Mulligan, como traductor, no puede habitar fuera del primero, pero su lugar en la isla, la cual en cualquier momento dado es monolingüe, incluye la aceptación del segundo. El babelismo es el agotamiento de la traducción, revelador de su imposibilidad y responsable de la caída del traductor al abismo del silencio, la contrapartida exacta del culto religioso alrededor del Finnegans Wake. A la deriva entre Babelismo y Silencio, entonces, flota la isla del olvido, donde la gente no sabe que mañana se estarán riendo de los mismos chistes en otra lengua, y aún no lograrán comprender a un cierto hombre que “soñaba con palabras incomprensibles que tenían para él un sentido transparente” (131).
 V
             Respiración artificial manejaba el modelo del relato policial desde el punto de vista del detective. Se trataba allí de seguir las pistas de ese gran crimen que es la Historia y hacer del lector el cómplice de una operación descifratoria. Las cuestiones de la relectura de la Historia argentina como posibilidad de una redención benjaminiana del presente (problema de Maggi) y el lenguaje que pueda narrar este trayecto (problema de Renzi), se los pensaba a partir de las atribuciones del detective clásico, el rastreo de pistas y rescate del sentido. La ciudad ausente cuenta quizás el mismo relato (un crimen o un viaje, ¿qué más se puede narrar?), pero con una inversión fundamental: se narra desde el criminal. La máquina narrativa se pone al servicio del deseo conspiratorio. Toda la política de La ciudad ausente se juega ahí, en el concepto de lo político en cuanto narrativa secreta y paranoica. Proliferar historias como quien arquitecta un complot. De Respiración artificial a La ciudad ausente pasamos de llia Petrovich a Raskolnikov. Seguramente hay desciframientos en la última novela, pero éstos se parecen más a los planes minuciosos de Raskolnikov preparando el asesinato. La guerra de desciframientos (Arocena / Maggi), la había narrado Respiración artificial; lo que cuenta La ciudad ausente es la batalla campal de imaginarios.
 La ciudad ausente mimetiza la forma del relato policial, no sólo en el tono y sucesos, sino en el diseño general del deseo que mueve la trama. Se trata de recorrerlo todo, vivirlo todo, para que al final se pueda contar una historia (encontrar un relato). Toda novela policial es un prólogo a un relato futuro. Sin el imperativo de armar el sistema de enigmas que, una vez develado, abre la posibilidad de contar una historia, no hay novela policial. Asimismo la obra de Macedonio Fernández, quien nunca escribió sino prólogos a un texto que se insistía en postergar. Piglia encuentra ahí la posibilidad de aliar la poética macedoniana anti-lector de desenlace al modelo de la narrativa de desenlace por excelencia, la novela de detective. Se transforma el acto de narrar virtual, final, en objeto del deseo de toda la trama. Todo el trayecto que lleva a Junior hacia Julia, Ana, Russo, a la circulación conspiratoria de relatos y pistas, no es sino un intento de conquistar el relato futuro, un acto cuyas consecuencias políticas estén quizás todavía por ser comprendidas. La diferencia respecto a la novela policial reside en el hecho de que el desenlace no es la resolución de conflictos, según un modelo dialéctico; el desenlace ya no se pretende un cierre, y por eso Piglia puede ser macedoniano y doyliano a la vez. El narrar por ser conquistado no es la “síntesis” de lo recorrido hasta él; es un paso hacia el afuera.

             Sin embargo, el efecto de fascinación de la novela viene del hecho de que, pese a todo lo dicho arriba acerca de la impersonalidad, la pérdida del nombre propio y el paso hacia el afuera, lo que trata de rescatar Macedonio con la máquina es el lenguaje absolutamente privado, el lenguaje de Elena, intocado por la suciedad de la comunicación cotidiana. Como dice Russo en uno de los pasajes más bellos de la novela:

Andaba solo, tocaba la guitarra en los despachos de bebida de los almacenes de la provincia de Buenos Aires y llevaba un tachito de yerba con el alma de Elena, según decía, es decir, con las cartas y una foto de la mujer envuelta en trapos. Había descubierto la existencia de los núcleos verbales que preservan el recuerdo, palabras que habían sido usadas y que traían a la memoria todo el dolor. Las estaba anulando de su vocabulario, trataba de suprimirlas y fundar una lengua privada que no tuviera ningún recuerdo adherido. Un lenguaje sin memoria, personal... (156-7).

                Toda la tensión de la obra de Piglia se juega ahí: lo falso, lo artificial, por un lado. La respiración, el nombre, por otro. En uno de los relatos intercalados fundamentales de la novela, Elena se infiltra en la clínica distópica e informatizada, centro estatal paranoide de producción e implantación de memorias artificiales. El escenario es una inmensa sucesión de televisiones con todas las caras adentro, de tal forma que cuando uno se mira ve la cara de otro. Una alteridad catalogada, archivada, bajo la forma de la tecnología en cuanto producción desenfrenada de otredades para consumo. La manera de proteger al amante contra un lenguaje científico que cita insistentemente la historia argentina -- “quiero nombres y direcciones” (83) -- es la reducción de su nombre para “Mac”, nombre falso, pero que mantiene como que un nudo, una traza y marca del nombre amado. En ese “Mac” con el que Elena a la vez invoca y esconde a Macedonio, ya se juega toda la teoría del lenguaje que construye Piglia a partir de los nudos blancos y de la isla joyceana. Son las “marcas en los huesos” (84), lenguaje más allá de la comunicación, puro murmullo original de los amantes, pura traza, ruido visceral: “los nudos blancos estaban grabados en el cuerpo” (84). Se trata del único lenguaje que puede enfrentarse con la
muerte, porque es anterior y fundante; será éste el lenguaje que la radicalidad visionaria de Macedonio se propondrá reinventar con la máquina de relatos. En el fondo, La ciudad ausente no es sino una reescritura de “El inmortal”, de Borges: la imagen de una ciudad perdida donde se sueña una inmortalidad que sea fruto del arte de narrar.