Desaparición y Testimonio.

“Cualquiera que no pueda arreglárselas con la vida

mientras está vivo necesita una mano para apartar

la desesperación sobre su destino... pero con la otra

mano puede apuntar aquello que ve entre ruinas,

pues ve más y diferentes cosas que los demás;

después de todo, está muerto durante su propia

vida y es el real sobreviviente.”

Franz Kafka, Diaries 19 de octubre de 1921.

1.      Existe una serie de pinturas de Zoran Music tituladas “Nous ne Sommes pas les Dernier” (“nosotros no somos los últimos”). Los cuadro fueron pintados en los inicios de la década de los 70’ y, con ellos, se presume Music representó, como nos sugiere Brossat, “los muertos vivientes, las hogueras de cuerpos humanos: una especie de escenografía del desastre y del crimen” que él presenció cuando fue deportado a un campo de concentración nazi a comienzos de 1940.

En toda la serie se pueden ver cuerpos muertos, no, mejor dicho, restos secos de cuerpos que, si no fuera por una cierta figuración antropomórfica, expresiva, fotográfica, estaríamos muy lejos de poder precisar su más mínima procedencia. Yacen en la arena, en pequeños nichos improvisados con polvo rojizo o, tal vez, en esas diminutas sepulturas profanadas, desarmadas, como aquellas que se han abierto por el paso del tiempo y que no dejan de mostrarnos cómo de ellas brotan restos momificados, deshidratados, suspendidos por una exposición inaudita e involuntaria: hombres que conservan para siempre, desde el preciso instante en que la muerte pasaba por ellos, la última expresión de su agonía.

Los cuadros de Music muestran siempre restos únicos, algunos de apares, pero en ningún caso más de dos, pues, pareciera decirnos el pintor esloveno, que en el apiñamiento humano –aquello que H. Arendt llamaba “la muerte colectiva”-, no hay muerte, es decir, no hay rostro alguno (el resto más mínimo de que aquello que yace inerte en el polvo fue alguna vez un hombre) en donde la muerte pueda estampar su sello. Diremos, entonces, que ahí hay muerte sólo porque se ha conservado un resto. Pero dicho resto carece de voz, de sentido: un resto está imposibilitado de comparecer como tal, de señalar algo. El puro resto es paisaje, como en la “Montagna Bianca” de Music; sin embargo, bastaría sólo la atención de un ojo, la más mínima indicación, el peso sofocante de una organización, el duelo (Derrida lo dice así en “Espectros de Marx”: El duelo consiste siempre en intentar ontologizar [semantizar] restos, en hacerlos presentes, en primer lugar en identificar los despojos y en localizar a los muertos”.) para que ello sea siempre signo, para que ante nuestra mirada se posen los cadáveres blanquecinos de un exterminio.

Así procede un grabado de M. C. Escher, compuesto en 1946 y titulado el “Ojo”. En él se ve un ojo que ve a quien ve el grabado; con estupor, con conmoción, con el ojo bien abierto, vemos que en él, en la sombra negra del iris, se proyecta una calavera como si fuera todo lo que ve el ojo de Escher o fuera lo que estuvo viendo el 46’, mientras dibujaba el “Ojo”, este órgano metafísico que se dejaba tocar por la muerte, no, más precisamente, por lo que la muerte dejaba como resto, sin que el ojo parpadeara o, en el instante de noche que el párpado nos dona, se pudiera borrar lo que de la sustancia acuosa del cóncavo cristalino, brota: la calavera. De ahí que todo resto pueda ser un rastro, una señal, es decir, una huella que, si la seguimos detenidamente, podemos dar con la convicción de que aquello que el pincel de Music nos presenta “corresponde” a los últimos, a todos aquellos que no pudieron volver y que aparecen en el género y el acrílico mientras permanecen ausentes. A esto Brossat lo llama la responsabilidad del testigo: una “política de la huella”, no del resto abyecto, “llevada hasta el final por los testigos de la historia”.

Pero si esto es así, ¿cómo es posible el testimonio? Es decir: ¿cómo es posible testimoniar si precisamente aquel que lo hace ha debido organizar previamente su vivencia (duelo), ha debido hacer del resto un rastro o, más radicalmente, ha tenido que presentar lo impresentable? El sobreviviente, en cuya boca Brossat deposita la tarea propiamente tal del testimonio, debe hacer un ‘duelo’... Al igual que Primo Levi, que escribe sobre Auschwitz porque “aquello no sabría decírcelo a nadie”, el testimonio consiste en el propio duelo. De lo contrario, eso que Idelber Avelar llamaba “parálisis simbólica”, es decir, la imposibilidad de “decir el día después de”, de “nunca narrar lo que hay que narrar”, constituiría al testigo en el resto mismo.

Brossat nos habla del resto abyecto como aquello que ha sido desperdiciado en “la incesante marcha hacia delante de la historia, del progreso, de la vida material, del orden político y administrativo”. El testigo estaría destinado a ser el “guardián de las huellas de lo que, precisamente, está destinado a un proceso de ‘desrealización’”, es decir, es aquel que dispone de lo imprescriptible, que exhuma permanentemente aquello que estaría condenado a permanecer en secreto, en su pura abyección: “es una presencia solitaria y a menudo desolada (el sobreviviente del desastre) que atestigua que ‘esto’ (lo inconcebible de estas violencias, de estos crímenes) tuvo efectivamente lugar”. La pregunta podría ser la siguiente: ¿qué es aquello que permanece después del desastre y que con el testigo se encuentra en destinación?